A veces me da por conversar con Caracas, la interrogo, la miro, me mira, nos reconocemos porque llevamos muchos años viviendo juntas. Muchas veces me he peleado, le he gritado, la he abandonado, pero siempre regreso porque a fin de cuentas para mi no hay una ciudad más hermosa. Sin embargo últimamente nos hemos peleado mucho. Quizás yo ando más refunfuñona de lo normal. Quizás mi nivel de tolerancia ya alcanzó su límite.
Salir a las 6:00am para poder llegar a las 8:00am a mi oficina, en un recorrido que sin tráfico no supera los 20 minutos. Manejar con la angustia de que cualquier motorizado se lleve un retrovisor, en el mejor de los casos, porque también podría estrellarse conmigo y terminar yo pagando el choque, porque los motorizados “siempre tienen la razón”. Pelearte con el ascensorista del edificio donde trabajo porque no es capaz de entender que, en la mañana y al mediodía, cuando hay mayor cantidad de gente, debe poner a trabajar los cuatro ascensores y no uno sólo porque la cola casi supera dos cuadras.
Cuando no tengo carro tengo que salir más temprano porque el Metrobus se tarda hasta 45 minutos en pasar, si tomo un carrito por puesto debo pelear con una cantidad de individuos que, juran, que si no se montan en ese carrito se acaba el mundo, así que hay que superar pisotones, empujones, y que una multitud histérica te arrastre hasta algún puesto dentro del carrito por puesto. El chofer, tan dulce, lleva una salsa erótica a las 6:00am, si le pides que le baje un poco el volumen te responde “bueno mamita entonces agarra un taxi”.
Luego en el metro la historia prácticamente se repite. El metro dispuso unos asientos para personas mayores, embarazadas o con algún problema de discapacidad. Pero adivinen quién se sienta en los asientos azules? muchos mamarrachos jovencitos que, a las 7:00am, escuchan su reguetón a todo volumen. Los viejitos, embarazadas y demás deben sortear los vaivenes del tren y sujetarse como puedan para no caer de golpe y porrazo en el suelo o sobre algún otro pasajero.
Si tomas un taxi hay negociar las “tarifas europeas”, de muchas cacharras que se creen un Alfa Romero último modelo, que deciden la ruta con mayor tráfico, mientras te echan su cuento de vida, sin aire acondicionado y con un vallenato de fondo, lo peor es que uno paga por todo eso.
Comprar el periódico en el quisco de la esquina o comprarte el cafecito en la panadería significa esperar siempre la pregunta: “no tiene más sencillo?”, o sea, yo no soy comerciante, pero tengo que tener siempre el cambio justo para la camioneta, el metro y el cafecito, porque aquí los comerciantes NUNCA tienen cambio.
En la noche de regreso a casa hay que vestirse de paciencia para no desesperarse con las dos horas de tráfico en el que me sumerjo. Si llueve la cosa colapsa y hay que hacer yoga para que no te de un infarto. Rogar no caer en algún megahueco de las avenidas caraqueñas para no tener que pagar, otra vez, 2mil Bs fuertes en la reparación del tren delantero.
Y así pasan los días y la vida en una ciudad hermosa, con dulces atardeceres, con un Ávila mágico y maravilloso, con gente muy cálida pero sin conciencia ciudadana. Me parece que entre todos los problemas de Caracas, su inseguridad, la ineficiencia de sus autoridades, el ritmo hiper acelerado, el problema real de la “cuatricentenaria”, como la llamó Aldemaro Romero, es la falta de cultura ciudadana de su gente, la poca conciencia comunal, la viveza criolla, y esa insistencia en atropellarnos unos a otros por un metro, una camionetica, o un centavo de más. Ojalá le pudiésemos regalar a Caracas una sonrisa amable y ciudadana que tanta falta le hace.